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La indigestión de las perdices - un final de cuento de hadas

La indigestión de las perdices - un final de cuento de hadas

El príncipe azul

 

Cuando la luna de miel terminó (aunque ella no la dió por terminada hasta que cesaron las horribles cagaleras contraídas en el paradisíaco Cancún) se impuso la organización de una vida normal. Los siguientes meses los dedicaron a la frénetica actividad de crear una rutina que les fuera cómoda a ambos, sin apenas acuerdos verbales, simplemente cogiendo como base lo que a cada uno se le daba mejor o peor hacer.

Tras varios días de observación, quedó claro que Canicienta era una dechada de virtudes en todo lo tocante a la limpieza, cosa por otra parte innecesaria en un palacete repleto de servicio, y completamente negada en todo lo demás.

 

No sabía nada de actualidad, ni de moda, en las cenas de la alta sociedad a las que constantemente estaban invitados se la podía ver tiesa como un palo de escoba, con esa sonrisita suya de niña buena en la cara y una expresión en los ojos de auténtico desconcierto... y no digamos nada del tema sexo.... una auténtica abonada a la cofradía del santo mejillón cerrado.

 

Para ella tener relaciones carnales era una penitencia a cumplir dentro del matrimonio y por mucho que él lo había intentado, no había sido capaz de quitarle la idea de suciedad con que Cenicienta asociaba casi todas sus peticiones en la cama. Aun no se podía creer que él, actual Príncipe y futuro rey de toda una nación, no fuera capaz de convecer a su dulce y sumisa esposa para que le dejara comerle el potorro con cuchara, como les gustaba decir a los muchachos en la cantina. Ni siquiera le había valido el argumento de que, en caso necesario, disponían de toda una cubertería de plata labrada a mano. Igual era un acto un tanto cochino, sí, pero que no se diga que él no se esforzaba en darle un toque de "glamour".

 

Con estas y otras perlas por el estilo, lidiaba el buen príncipe con toda la paciencia de la que podía hacer gala, diciéndose para sus adentros que había hecho lo correcto casándose con Cenicienta, que el destino la había llevado hasta él de una manera tan clara que era imposible renunciar a la idea de que ella era el amor de su vida.. pero, entonces, ¿porqué esa sensación de error que le reconcomía por dentro? ¿porqué se descubría a veces mirándo a su amada con los músculos en tensión?

 

Debía reconocer al menos ante si mismo que ya habían sido varias las veces en las que después de escuchar un comentario de boca de su esposa, había tenido el impulso de exclamar "no tienes ni zorra idea de lo que estás hablando, cállate antes de que acabemos siendo el hazmereir de todo el pueblo!" pero siempre se contenía, lo pensaba, sí, y eso le hería, pero jamás se le escapó ni se le escaparía nada parecido; era su mujer, le debía un respeto, aunque le costara que le dejara en evidencia poniéndose ella en rídiculo delante de mariscales, condes, duquesas y demás ralea.

Pero era tan y tan mona... quedaba tan bién vestida con su vestido de volantes de gasa, calco idéntico del que ella había lucido la esplendorosa noche, meses a, en que se conocieron en aquella reunión de "lo que necesitas es amor" enmascarada como baile de bienvenida por su padre.

Recordaba perfectamente el momento en que la vió, allí de pie, con la mirada perdida, buscando entre la multitud algo que no sabía que buscaba: a él. Y le encontró, vaya si lo hizo.

 

El flechazo que les recorrió a ambos todavía coleaba al enfundarse ella el vestido que el Príncipe mandó hacer para poder verla siempre como el primer día, aquel que se dehizo cuando el reloj de la iglesia marcó las funestas doce campanadas. Su magnífica melena, sus enormes ojos azules, su radiante sonrisa, su piel de terciopelo y esa voz.... esa voz que le cautivó desde la primera sílaba que pronunció. "Sí", eso fué lo primero que le oyo decir, como respuesta a la pregunta "estás sola?" que él le soltó, a bocajarro y más nervioso que un colegial en su primer polvete. Él, Príncipe entre los Príncipes, galán por excelencia y partido más codiciado de su Reino y colindantes. Y al verla no fué capaz ni de tragar saliva sin atascarse.

 

Sin embargo ahora se veía atrapado en un matrimonio que no acababa de comprender y lo que era peor, no conseguía convencerse de que las cosas iban a mejorar. Su cabeza no dejaba de dar vueltas y más vueltas a todo lo que Cenicienta representaba y así, dejaba pasar un día tras otro.

 

 

 

Cenicienta

Desde donde estaba sentada, en lo alto de su torre, alcanzaba a ver gran parte de lo que ahora era "su territorio". Jamás soño poseer nada de todo aquello y ciertamente no conseguía entender porqué todo aquello era “suyo”. Siempre había estado allí y por lo que a ella se refería, siempre lo estaría. ¿Cómo era posible que alguien “poseyera” aquella preciosa puesta de sol? ¿quién podía presumir de ser el dueño del grácil vuelo de las grullas que ahora mismo pasaban graznando? Nadie. La tierra vivia ajena a su poseedor. No entendía pues la importancia de un papel en el que se indicara que aquello, todo aquello, pertenecía en realidad al señor que fuera.

 

Por primera vez en días, tuvo la necesidad de volver a su casa, a su cárcel, donde los días pasados entre sufrimientos y torturas al menos eran días conocidos, momentos en los que sabías perfectamente a qué atenerte, lo que iba a pasar y qué te podías encontrar.

 

Su vida de casada... no parecía ser lo que ella se había imaginado, aunque bién sabía, por boca de su querida madrina, que los hombres tenían... necesidades básicas que esperaban que sus mujeres supieran calmar, pero nadie le habló de lo humillante que resultaba enfrentarse a ello noche tras noche.

 

Ella había sido muy feliz entre su roña y sus malvadas hermanastras, aunque no lo supo ver hasta que le faltó todo aquello. Sus días tranquilos, con sus amigos los ratoncillos campestres y su fiel, aunque un pelín hijoputa gato, se le antojaban ahora de lo más apetecibles en comparación con aquella monotonía que le atacaba los nervios. Mil veces intentó remendar los calcetines de los habitantes del caltillo y mil veces le arrebataron los malditos criados la aguja de entre los dedos. Por mucho que ella intentaba acercarse a ellos y mostrarse cariñosa y atenta, estos la rehuían y cuchicheaban de ella a sus espaldas.

 

No era tonta, lo sabía, sabía que no la soportaban, que maldecían el día en que el Príncipe se fijó en ella. No sabía qué había hecho para que la odiaran con aquella efusión, pero, fuera lo que fuese lo había hecho sin querer, sin malicia, como absolutamente todo lo que hacía.

 

Las nuves negras volvían a cernirse a su alrededor... decidió que lo mejor que podía hacer para auyentarlas sería coger la escoba y, vigilando mucho que nadie la sorprendiera, limpiar las imponentes escaleras de acceso a la segunda planta.

 

Esa zona acostumbraba a estar desierta de presencia humana seis días a la semana, así que no debería temer que Froilán, el estirado y pegajoso mayordomo que habían puesto a su servicio desde el día de su llegada, le arrebatara su preciosa escoba, elegida personalmente por ella a un vendedor ambulante que había accedido a reunirse con ella para enseñarle la mercancía detrás de las caballerizas reales.

 

Oh, que admirables por elementales todos los artículos que ofrecía aquel profesional de la higiene! Tenía de todo: la mejor grasa para embellecer cualquier metal, plumeros hechos con plumas de ganso francés, ambientadores naturales fabricados con plantas puestas a secar con el mayor de los cariños, eso se notaba en lo inmutable de la forma de estas, ya que cualquiera diría que acababan de ser recolectadas. Lociones, ungüentos y demás parafernalia de limpieza, todo pulcramente ordenado en el carromato que había conseguido entrar en la zona prohibida para los plebeyos del reino. Ante aquella visión a Cenicienta le hacian los ojos chiribitas, se le iluminaba la piel y, algo que no reconocería jamás ante nadie ni mediante tortura, hasta se mojaba la ropa interior.

 

Por unos minutos podía olvidar el cambio que había dado su vida, cuando pasó de estar permanentemente ocupada a tener todo el tiempo del mundo para ella sola. Absolutamente todo. Y justo cuando no tenía nada que hacer con él. Ya no necesitaba arreglarse de manera especial rescatando un vestido antiguo, ni recolectar bisutería a espaldas de sus hermanastras para tener algo con que embellecer sus rasgos, ni hacer peripecias para conseguir escapar de casa y encontrarse así con su amor. Todo aquello ya no le hacía falta porque ya tenía a su gran amor, a su Príncipe. Pero entonces, ahora... qué?

 

Sabía que su Príncipe, su esposo, se disgustaría horrores si llegaba a enterarse algún día de sus escarceos con ese vendedor, aunque solo se tratara de asuntos totalmente profesionales. Es más, su enfado sería mayor por tratarse de esto último, estaba casi segura de que si se tratara de sexo, él la perdonaría con mayor facilidad, seguro que hasta pensaba que así se la entrenaban, dadas sus continuas quejas en lo que a unión carnal se refiere... pero no, no volvería a dedicar ni un segundo de sus pensamientos a aquello, solo imaginarse otra vez desnuda, debajo que de aquella sábana que le permitía permanecer tapada hasta el cuello mientras él hacía a través de aquel minúsculo agujero practicado en la tela lo que fuera que tenía que hacer. Ecs! Solo rememorarlo de pasada se le ponían tensos los músculos del cuello, dándole una apariencia diez años mayor que la real.

 

Todo debería ser tan maravilloso... si habían llegado al punto de comer perdices, porqué ahora no conseguían ser felices? A lo que tenían no podía llamarse felicidad, de eso estaba convencida, imposible que lo fuera si al mirar hacia el pasado sentía una añoranza tal que la quemaba por dentro y al pensar en el futuro, se le formaba una gran bola de mocosidad en el cuello que no la dejaba respirar. ¿No dicen que cuando el pasado es un constante punto de referencia es que algo falla en el presente? Pues estaba claro cual era el fallo de su hoy: no estaba enamorada, simplemente había creído estarlo, al igual que le había pasado a su apuesto galán. No había culpables, solo unos inocentes soñadores.

 

 

Cenicienta y el Príncipe azul

-Estás segura de que esto es lo que quieres?- Dijo el príncipe con el ceño fruncido y la mirada baja, centrándose en las puntas de sus lustrosos zapatos.

 

-Sí, lo estoy, totalmente convencida.-

 

-Pero sabes que tu vida está a mi lado.-

 

-Y tu sabes que así ni tu ni yo conseguiremos ser felices. Juntos no.-

 

-.... No sé qué decirte... estaba convencido que funcionaría, de que lo nuestro estaba escrito en las estrellas, al menos es lo que siempre creí.-

 

Con gesto derrotado saltó del carromato que les había traído hasta la masía/palacete que pasó a manos de Cenicienta una vez que su madrastra e hijas fueron puestas entre rejas, acusadas de alta traición a la corona. El estado de la propiedad era a todas luces lastimoso, parecía abandonada desde hacía lustros, cuando a duras penas habían pasado seis meses desde que todo aquello sobrevino.

 

Las plantas silvestres y malas hierbas crecían desbocadas, unas cuantas gallinas desperdigadas y medio calvas picoteaban las deposiciones del caballo, vendido hacía solo unos días.

 

Nadie se había ocupado de aquella casa que con tanto cariño y devoción ella cuidó mientras vivió allí. Por obligación, es cierto, pero también con el orgullo de una matrona que da lo mejor de si misma para con lo que la rodea y hace que esa dedicación se veo reflejada en cada uno de los brillos de limpieza que el sol arranca de cada esquina frotada, pulida y abrillantada.

 

Era su sitio, era su hogar, allí es donde sentía que tenía que estar.

 

-¿Te veré aunque sea de vez en cuando? ¿querrás venir a alguno de los bailes de sociedad? ¿no? ¿me dejarás que pase a visitarte, entonces? – suplicó el Príncipe con la voz rota y lágrimas en las mejillas, atrayéndola hacia él con una pasión y que no había demostrado desde la primera noche de casados.

 

-No. Sabes que no. No lo hagas más difícil. Lo único que debes pensar es que estoy donde quiero estar y con las cosas que me hacen feliz. Mis ratoncitos, mi huertecito, mis escobas...- Le contestó Cenicienta sin mirarle a los ojos.

 

-Eres especial querido Príncipe, - continuó- eres muy especial. Pero no encajamos y los sabes. Yo te haría desgraciada al no poder ser la gran Reina que algún día necesitarás a tu lado, y creeme, conozco mis limitaciones, nunca lo seré. Te recomiendo que pases a visitar a mis hermanastras por prisión, ellas podrán darte seguramente todo lo que necesitas. Saben comportarse ante la ralea, tienen la educación y las maneras que yo no tengo y concretamente Anastasia posee fama de ser bastante guarrilla entre las sábanas, hasta oí comentar que se deja comer lo que sea mientras la cucharilla sea de fina plata labrada...

 

Una sombra de enfado pasó fugazmente por la cara del Príncipe

 

-Bién, pues si eso es realmente lo que quieres... –

 

Aunque intentó decirlo en tono resentido, no pudo evitar que su mirada delatara el alivio que le suponía que ella hubiera tomado la decisión de separarse y que ahora la mantuviera a pesar de sus falsos ruegos. Solo imaginar que se volviera atrás y le pidiera volver a palacio, hacía que la sangre se le agolpara en las sienes y el resto de su cuerpo se quedara blanco como la leche, mientras un sudor frío le recorría la espalda. Tan cerca de la libertad y perderla ahora.... no podía permitirlo, no podría soportar que le pusieran la miel en los labios y después se la quitaran sin miramientos. A él no, él era el Príncipe.

 

Dejó a Cenicienta deshaciendo sus maletas, con los cuatro cachibaches que ya tenía antes de mudarse, verdaderas atrocidades que ella se había empeñado en conservar tras la boda, y que según el Príncipe tendrían que haber hecho arder en una enorme pira junto con el resto de la masía.

De su matrimonio, de su fracasado matrimonio, solo había rescatado el vestido de la noche en la que se conocieron... su vestido.

 

Cuando la vió sacarlo de la maleta, retirar el papel de seda, recorrer con sus dedos los suaves adornos, las casi invisibles costuras... por un momento se vió sucumbir al deseo de volverla a tener. Fue entonces cuando ella se giró y, con el vestido aun en sus manos, y una sonrisa de felicidad que casi le daba la vuelta a la cara, le dijo:

 

- Con esta tela tan buena no me faltarán paños para el polvo en muuuuucho tiempo.

 

Y ahí es cuando el Príncipe decidió que en su puñetera vida volvería a comer perdices.

 

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